lunes, 23 de agosto de 2010

La piscina de pelo

Creía que el verano ya se me había pasado viviendo en seco, que iba a llegar septiembre sin que me diera un baño. Y no me preocupaba mucho, pero luego me siento culpable. He tenido que ir a la piscina sólo para no tener que explicaros a la vuelta que este verano no me he llegado a mojar. Hay integristas del verano que se ponen muy serios defendiéndolo cuando yo les revelo que no lo suelo celebrar. Así que he ido a una piscina municipal a pasar ese calor imprudente que pagamos los que nos quedamos aquí por vernos veraneando con los que también se quedan en la ciudad. Pero he intentando pasar la mayor parte del tiempo buceando, que es el estado en el que mejor me encuentro y me permite disfrutar de la filia que me ha llevado a imaginar mi última fantasía favorita. La piscina de pelo.


Yo buceo fraudulentamente, a intervalos y con los ojos cerrados, fiándome del agua. Vas repartiéndola a derecha e izquierda, avanzas, y sólo esperas encontrar más agua que invadir y, al final, un bordillo por el que yo no me tengo que preocupar, porque no llego de una tirada. Pero a mitad de camino das una brazada y tocas con la mano la melena sumergida de algún bañista sin coleta. Y en ese momento reconozco lo que he ido a buscar ahí al fondo. Pelo. La memoria de la piel lo reconoce inmediatamente. Lo que más me gusta de sumergirme no es la manida sensación de presión y espesor del agua, es encontrarme con esa otra densidad, la de del pelo de otro que se extiende y te palpa sin querer. Tocarle un brazo o una pierna es una intrusión, pero tocarle el pelo de refilón no. Es algo entre el pelo y tu, de lo que el dueño normalmente no tiene por qué enterarse. Ahí dentro le pertenece poco, casi no es de su propiedad, y hay que aprovecharse de ello. El pelo de los demás no ofende mientras no esté desprendido y a la deriva, mientras no sea un ovillo de pelos flotando suelto. En esa situación no creo que de asco, ni grima, no puede haber tabúes debajo del agua. En todo caso, puede provocar eso que la gente un poco afásica llama impresión. Pero debería ser una buena impresión, porque es como tocar un animal improbable, pero inofensivo; un bicho que no se podía esperar nadando allí, pero que hace gracia al tacto. El pelo bajo el agua es una cosa muy diferente al pelo seco. Pensadlo. El pelo seco pertenece a esta grimosa familia de palabras: taxonomía, caspa, te-huele-el-pelo, encrespado, rasta, felpudo, etcétera. El pelo mojado (quiero decir, sumergido) tiene más que ver con lo vivo, con humildes organismos como las algas. Y pensad que las algas serán las que nos alimenten cuando llegue el fin de los tiempos. Da igual que sea vello o cabello, las piscinas tienen que tener pelos.


Siempre he sospechado un futuro de objetos llenos de acido ribonucléico, cosas que se pudran al mismo ritmo que sus dueños. El boli de sangre, los botones de uña y la piscina de pelo. Las piscinas públicas ya ofrecen una sugerente variedad de posibilidades de pelo suelto (pelo de niña, pelo de pija, pelo de heavy…), hay que aprovechar esa virtud. En lugar de alicatar, habrá que tapizar con melenas las paredes. Desde fuera se verá como una acuario gigante donde la vegetación se ha descontrolado o como una ciénaga donde los vellos están repartidos con armonía. Y por dentro será un álbum de extensiones que se puede atravesar buceando para probar ese gustito secreto. Pero sólo quiero que exista una, la mía. No por egoísmo, por pura precaución. Porque me temo que si extiendo mi fantasía a los demás, como pasa casi siempre, se puede confabular algo terrible.


Primero se cuajarían de pelos largos las piscinas de los mejores hoteles del mundo, cuando el láser haya hecho olvidar a todas las espaldas de todos los ejecutivos su peludo pasado. Después todo el mundo empezaría a proyectar en su piscina su look frustrado. Las habría mechadas, teñidas, con lavados de color, desfiladas, con brushing… El pelo sería primero la porcelana y después el gres. Y a lo mejor después vuelve a ser pelo. Y no sé si nosotros llegaremos a admitir tanto cambio. Cuando seamos viejos tendremos la obligación de abominar. Quizá entre esos dos ciclos nuestra generación dejaría de ir a bañarse debido al rumor de que la queratina es cancerígena. Del asco a la hipocondría hay un paso, y de la hipocondría a mí, medio. Entonces habrían conseguido que renegara de mi invención, que tanto me gustaba esta mañana. A lo mejor me tengo que contentar con seguir aprovechando cuando jugáis a eso de contener la respiración debajo del agua para tocaros el pelo disimuladamente.


sábado, 14 de agosto de 2010

Quedarse para regar las plantas

Os habéis ido todos y se ha quedado Madrid tan detenido que me gustaría que no volvierais demasiado pronto. Si os parece, os puedo avisar desde aquí cuándo estaría bien que empezarais a volver con la melanina descompuesta. Pero de momento me gustaría disfrutar un poco más del gesto que a la ciudad se le pone cuando os vais de vacaciones.


Es una expresión de quietud con inquietud muy ridícula y, claro, muy entrañable. Según os vais yendo, a la ciudad se le va descolgando la cara como a un señor al que le da un derrame cerebral. Yo a veces practico ese descuelgue facial para acostumbrarme a una cara con la que algún día me puedo levantar. Si pudiera, también practicaría con la cara tipo desgarrada por un perro o con la desvirtuada quirúrgicamente por un desengaño amoroso. Me gusta (necesito) prevenir horrores dentro de lo practicable. Y la cara descolgada es muy fácil, claro, sólo hay que elegir una mitad y tirar de ella para abajo. Lo que literalmente se derrama con una apoplejía es la cara, la piel, el catálogo de gestos que odias de ti mismo.


Qué insultante es reconocerse en ese mal segundo de tu acting. Tener una permanente consciencia de ellos es demasiado masoca. Sin embargo hay que verse, al menos una vez en la vida, la propia cara con un ojo abierto y tenso mientras el otro está cerrado y más tenso, como en un guiño fósil dedicado a las generaciones del futuro. Es la cara del ciborg desfasado que arranca por fases. La cara gúnfer que te espera tras el abandono neuronal es la cara que tiene Madrid en agosto. La mitad se cierra y la otra mitad se abre sin saber por qué sigue abierta, así que se abre con perturbación. Los dependientes de los negocios abiertos, si están en la puerta, te miran sin saber si quieren que entres. No sé si es porque tienen el género caducado, porque se avergüenzan de estar abiertos o porque dudan de si están abiertos de verdad o es la pesadilla de su propia siesta en alguna playa. Miran para abajo, con las dos mitades de la cara, pero yo les agradezco que hagan realidad esta imagen de la ciudad.


Las fachadas a medio abrir, las calles a medio aparcar, las esquinas a medio mear, el Metro simplemente a medias... Cuando un coche se mueve para arrancar, se oye en todo el barrio como cuando se levanta alguien en un examen. Los pocos que quedamos nos vigilamos unos a otros a partir del sonido del cuerpo al trasladarse, que, sudado, suena peor que huele. Alarma en sobacos y muslos. Alguien viene por detrás. A los más gordos se les oye de lejos. Si están muy cerca, te giras, sonríes con la cara descolgada y les dejas más satisfechos. La clave de quedarse aquí, en el punto cero de la desidia, es no hablar con los demás para evitar la tentación de recordarse unos a otros el calor que hace. La temperatura es un caldo de cultivo para la queja. Los más pesados siempre eligen la excusa del bochorno para contactar y así lo único que consiguen es que todos tengamos más calor. Vosotros, los que os habéis ido, no sois tan pesados, pero no hace falta que volvíais corriendo. Con la obligación de callarme se me están ocurriendo algunas cosas que siempre he querido decir de verdad.