sábado, 14 de agosto de 2010

Quedarse para regar las plantas

Os habéis ido todos y se ha quedado Madrid tan detenido que me gustaría que no volvierais demasiado pronto. Si os parece, os puedo avisar desde aquí cuándo estaría bien que empezarais a volver con la melanina descompuesta. Pero de momento me gustaría disfrutar un poco más del gesto que a la ciudad se le pone cuando os vais de vacaciones.


Es una expresión de quietud con inquietud muy ridícula y, claro, muy entrañable. Según os vais yendo, a la ciudad se le va descolgando la cara como a un señor al que le da un derrame cerebral. Yo a veces practico ese descuelgue facial para acostumbrarme a una cara con la que algún día me puedo levantar. Si pudiera, también practicaría con la cara tipo desgarrada por un perro o con la desvirtuada quirúrgicamente por un desengaño amoroso. Me gusta (necesito) prevenir horrores dentro de lo practicable. Y la cara descolgada es muy fácil, claro, sólo hay que elegir una mitad y tirar de ella para abajo. Lo que literalmente se derrama con una apoplejía es la cara, la piel, el catálogo de gestos que odias de ti mismo.


Qué insultante es reconocerse en ese mal segundo de tu acting. Tener una permanente consciencia de ellos es demasiado masoca. Sin embargo hay que verse, al menos una vez en la vida, la propia cara con un ojo abierto y tenso mientras el otro está cerrado y más tenso, como en un guiño fósil dedicado a las generaciones del futuro. Es la cara del ciborg desfasado que arranca por fases. La cara gúnfer que te espera tras el abandono neuronal es la cara que tiene Madrid en agosto. La mitad se cierra y la otra mitad se abre sin saber por qué sigue abierta, así que se abre con perturbación. Los dependientes de los negocios abiertos, si están en la puerta, te miran sin saber si quieren que entres. No sé si es porque tienen el género caducado, porque se avergüenzan de estar abiertos o porque dudan de si están abiertos de verdad o es la pesadilla de su propia siesta en alguna playa. Miran para abajo, con las dos mitades de la cara, pero yo les agradezco que hagan realidad esta imagen de la ciudad.


Las fachadas a medio abrir, las calles a medio aparcar, las esquinas a medio mear, el Metro simplemente a medias... Cuando un coche se mueve para arrancar, se oye en todo el barrio como cuando se levanta alguien en un examen. Los pocos que quedamos nos vigilamos unos a otros a partir del sonido del cuerpo al trasladarse, que, sudado, suena peor que huele. Alarma en sobacos y muslos. Alguien viene por detrás. A los más gordos se les oye de lejos. Si están muy cerca, te giras, sonríes con la cara descolgada y les dejas más satisfechos. La clave de quedarse aquí, en el punto cero de la desidia, es no hablar con los demás para evitar la tentación de recordarse unos a otros el calor que hace. La temperatura es un caldo de cultivo para la queja. Los más pesados siempre eligen la excusa del bochorno para contactar y así lo único que consiguen es que todos tengamos más calor. Vosotros, los que os habéis ido, no sois tan pesados, pero no hace falta que volvíais corriendo. Con la obligación de callarme se me están ocurriendo algunas cosas que siempre he querido decir de verdad.


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